En
cierta mañana lluviosa, acudía al patio luego de desayunar, sorprendido,
escuché un murmullo en medio del follaje y me acerqué; allí, arrodillada en
plano ceremonioso, estaba mi vuela haciendo lo que a primera vista, me pareció
una oración. Sigiloso me fui acercando, hasta poder entender algunas frases:
“gracias por tus hojas”… te pido permiso para l cura”… y así, frases que no
tenían sentido para mí entonces.
El
patio de mi casa era un bosque maravilloso, lleno de muchos árboles, algunos
gigantes y otros chicos, pero ninguno era aislado en el interés que contenía.
La abuela se levantó y sin verme, se retiró por el camino hacia la cocina. Las
casas solían tener la cocina alejada de las habitaciones, no sé si era un
asunto de alejar posibles animales, o simplemente como medida de seguridad para
las provisiones y el agresivo ataque nocturno de mis hermanos.
Detrás
del edificio que era la cocina, s bifurcaba un camino, de una lado tomaba al
norte, y el otro al sur; si se tomaba este último, a menos de seis metros, y
bajo las sombras de un inmenso árbol de mango, justo entre él y un frondoso
árbol de limón criollo, estaba la planta en cuestión.
_Gracias
Libertadora!-, fueron sus últimas frases y allí que su nombre me quedó grabado.
La planta de libertadora tiene otras acepciones, entre ellas “hoja del aire”;
científicamente se le conoce como kalanchoe pinnata, una planta originaria de
áfrica pero que se adapta muy bien a estos bosques tropicales. Su hoja es
carnosa y tiene una forma peculiar en los bordes, especie de pequeñas olas
remarcadas en color morado, lo cual la hace muy agradable a la vista.
La
abuela se llevó las hojas y luego de preguntarle me refirió lo que ahora
cuento: -es una planta muy sanadora, pero es igual de celosa; debes pedirle
detalladamente para qué la quieras, qué dolencia vas a tratar y sobre todo, la
cantidad de hojas que le vas a tomar-; ante mi asombro, y sin dejarme replicar,
lanzó la respuesta a lo que aún no había preguntado, -Si no lo hicieras, se
secaría y no tendría efecto lo que has preparado-; quedé fascinado con todo
aquello.
Tal
vez, sin proponérselo (o tal vez así fuera), ella me dio una lección que
siempre he practicado con la madre naturaleza, la extraña idea que son seres
que tienen, como los seres humanos, una sociedad en la que se comunican y
tratan. Por miedo a no parecer más raro de lo que siempre fui, me acostumbre a
decirlo en voz baja, ahora supongo que muchas ni se enteraron de mi respeto,
simplemente la mente no saben leer.
Este
hecho, el de comunicar a los árboles nuestra intención de tomar sus frutos,
creó un vínculo de respeto infinito, que junto a otro que me dio el abuelo (el
cual comentaré en otra ocasión), constituyen lecciones de vida, siempre
signadas de amor.
Libertadora
milagrosa, produjiste una gran lección, nunca falta el extremismo que a todo se
oponga, pero si tal cosa no daña, y por el contrario, acercan el aparente
camino desunido del hombre con la naturaleza, vale la pena fomentarlo.
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